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La salida está cerrada: Libro de Janeth Posada
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Referencia:
Cuento
Becas a la creación Alcaldía de Medellín
ISBN: 978-958-8794-38-9 / 2014
Páginas: 90 / Formato: 21 x 14 cm
Editorial: Sílaba editores, Medellín
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“[…] La salida está cerrada, nueve cuentos, nueve expresiones de la naturaleza humana que abordan sin temor, y con elegancia, los miedos, las fantasías, las frustraciones, el sinsentido. Mujeres y hombres enfrentados con sus demonios, con sus experiencias particulares y con la siempre engañosa obligación de tomar decisiones. En un estilo limpio, tranquilo, a manera de susurro, la autora expone a los personajes a situaciones que invitan a los lectores a hacer parte de lo narrado, a sorprenderse, a aventurarse, sin desfallecer, en cada una de las historias que cuenta".
Emperatriz Muñoz Pérez
Los viudos florecen
Samuel evitó la mano del médico en el momento de despedirse.Dijo adiós y gracias sin mirarlo, y dio un paso largo para alcanzar a Lucy, que ya estaba en la puerta. El médico sonrió, aunque las circunstancias no eran las debidas, y sintió algo de compasión por los dos.
La enfermedad era grave, pero ella no se alteró. Todo lo que dijo fue que de ese día en adelante tendrían que ocuparse de medicamentos, revisiones y terapias, y le entregó las primeras órdenes a Samuel. Él se quedó viendo la firma y le pareció tan fina la caligrafía, que casi sintió de nuevo la tersura de la piel del médico en el instante de la bienvenida. Y una honda vergüenza le subió al rostro.
Se había consagrado a su mujer y ella sabía que en él podría descargar el peso de los asuntos prácticos. Él habría preferido no tener que volver a ver al médico Vélez, pero no era momento para cambiar de actitud. No obstante, dejó constancia verbal, durante la cena, de que el médico no le parecía tan confiable.
Esa noche Samuel soñó con un camino que llegaba a una casa con dos puertas: una mujer lo miraba desde una de ellas sin moverse. En la otra estaba su primo Abel, llamándolo a gritos, pero él no escuchaba nada, porque, aunque lo intentaba, no podía dejar de taparse los oídos. Cuando abrió los ojos, Lucy ya estaba despierta, y lo miraba con la tristeza reposada de una noche. Se abrazaron como en las primeras mañanas de su vida juntos, muchos años atrás, cuando, después de mucho hacer el amor, comprendieron que la gracia de su relación estaba en otra cosa.
No recordó el sueño hasta que, en la clínica, mientras esperaba el turno para ser atendido, desdobló una de las órdenes y vio la firma. El rostro del buen Abel se le vino encima entonces, y las manos del médico, y la tristeza de ser quien era.
Tuvo que ver a Vélez ese mismo día. Le habló con frialdad y con un resentimiento que no supo disimular, al que este respondió como si no se diera por enterado. Esta vez Samuel no pudo eludir su mano, y tembló de rabia al sentir la piel bronceada, seguramente por largas jornadas de ejercicio en la piscina.
Regresó más silencioso que de costumbre, y, aunque para otros era casi el único estado conocido, para Lucy era señal de ese dolor que tantas veces había percibido en él y en cuyas razones un día decidió no indagar más. Esa tarde, sin embargo, le pareció lógica la tristeza del marido y, también en silencio, mientras le acariciaba la espalda, le prometió que el sufrimiento no sería largo. Él, como si reconociera el significado de la caricia, se sintió indigno, porque era verdad que estaba triste por ella, porque la quería como se quiere al amigo más leal, pero su gran tristeza era que no lograba soltar el recuerdo de la mano estrechando la mano.
Con la primera quimioterapia Samuel tuvo que aceptar, a su pesar, que el médico Vélez sí era de fiar. Los recibió en la sala de espera y él mismo llevó a Lucy hasta el cubículo asignado. Luego, al salir, le explicó a Samuel lo que era prudente hacer frente a los posibles efectos secundarios. Mientras le hablaba no dejaba de mirarlo, escrutando entre las leves arrugas que enmarcaban unos ojos orientales, quizá con la única intención de incomodar al circunspecto esposo, pero quizá también porque admirar la belleza era mandato para él. Solo para ver, pensó Vélez, mientras hablaba de fatiga y vómitos, pues tenía claro con quiénes no se metía. Le entregó a Samuel la tarjeta con sus datos de contacto y le preguntó después si todo quedaba claro. El tono de la respuesta fue tal, que casi pareció haber dicho “¡señor, sí, señor!”. El médico sonrió y, en lugar de apretón, le dio un par de palmadas en el brazo. Después de unas dos horas, marido y mujer se fueron camino a casa con sus dolores respectivos.
Pero Lucy, a diferencia de él, se sobreponía fácilmente a la adversidad y actuaba como si la vida no hubiera cambiado. También él lo intentó: trabajaba, hacía deporte, cultivaba bonsáis, hablaba de libros con ella y se dedicaba a cuidarla, como siempre lo había hecho. Pero para él la vida sí era distinta: su mujer se iba a morir, las manos del médico no lo dejaban en paz y ya no podía dormir sin que los sueños le trajeran al primo.
Para despertarlos de la aparente calma llegó la segunda quimioterapia. Allí estaba Vélez esperándolos. Le hizo algunas preguntas a Lucy y la llevó al lugar que le habían asignado. Samuel, que se había quedado afuera, lo vio pasar de regreso y volteó la cara para evitar una conversación. Pero el médico se acercó y, luego de la charla de rutina, dijo, a propósito
del libro que el otro mantenía cerrado sobre las piernas, que Yourcenar sí sabía cómo enfrentarse a un personaje. Samuel, sudoroso, respondió que era su mujer quien lo estaba leyendo. El médico lo miró condescendiente y, a punto de decir lo que no podía, le dijo que entonces era mejor que se lo llevara al cubículo, aunque ella ya tuviera otro libro en las manos.
No hubo apretón ni palmadas en el hombro. Solo un hasta luego separado por un bloque de hielo. Pero la sonrisa de Vélez apareció como siempre, para herirlo.
Lucy no salió tan entera como la primera vez y Samuel tuvo certeza de su ausencia. No lloró, porque no estaba permitido en su naturaleza, pero el terror se apoderó de su mirada. Permaneció al lado de la mujer toda la tarde y la noche, y la mañana siguiente se excusó en la oficina. No quería dejarla sola por temor a no verla de nuevo. Como si con estar a su lado espantara la realidad. Ella se sentía tranquila, aun en medio del agotamiento, aun viendo la angustia en el rostro de Samuel, mientras una vieja idea que albergaba sin resentimiento empezaba a volverse nítida en su cabeza.
Durante la siguiente sesión, el médico le dijo a Lucy, y luego al esposo, que le harían algunos exámenes de rutina, y se guardó la preocupación de que las quimioterapias no estuvieran sirviendo para nada. Pero Lucy lo sentía en la hondura de sus huesos, del mismo modo en que percibía la inquietud en el marido cada vez que debían hablar con Vélez. Sin embargo, asumió con la firmeza de siempre el proceso de esa tarde, y de regreso a casa hasta tuvo fuerzas para hacerle un mal chiste al marido. Este sufrió el comentario y apenas si le habló durante el resto del día. En la noche, sin motivo, el hombre empezó a besarla furiosamente. Lucy no tenía la fortaleza que aparentaba, y se quedó muda y quieta mientras él le acariciaba el cuerpo como si quisiera atravesarle la carne. Sin palabras, apretando los párpados, se metió en ella una y otra vez, hasta verter todo su dolor. Solo se percató de lo que había hecho cuando volvió a mirarla y se dio cuenta de que estaba casi desmayada y con los ojos anegados. Le pidió perdón, una vez y cien más. Como respuesta, ella le pasó la mano por la mejilla con toda la compasión que cabía en su cuerpo.
Los resultados de los exámenes fueron lo que el médico temía. La mujer decidió entonces abandonar el tratamiento y las visitas de cualquier orden al hospital. Samuel miró a Vélez a los ojos, por primera vez, como rogándole que la mantuviera viva, como si fuera
él mismo el que estuviera a punto de morir. El médico sostuvo la mirada, en silencio, tal vez respondiendo que, al menos por ella, ya no podía hacer nada.
Los esposos no se separaron durante las últimas semanas. Él le habló de Yourcenar y ella de Virginia Woolf, hicieron caminatas cortas, cenaron donde solían hacerlo por su aniversario, organizaron los bonsáis, se quedaron en silencio horas enteras, en el balcón, mirando las montañas por la noche. Casi lograron conjurar la cercanía de la muerte. Pero Samuel, luego de varios días, volvió a soñar con Abel, y el recuerdo del sueño le trajo, de manera inevitable, la sonrisa de nunca acabar del médico. Entonces recordó también que pronto se quedaría solo.
Y sucedió rápido, en verdad.
El funeral fue sobrio, como ella, con lágrimas mínimas, como ella. Samuel estaba de pie junto al ataúd. A su lado, aunque con cierta distancia, los familiares y los amigos. La luz atravesaba los vitrales de la iglesia, dos personas entonaban alguna canción. Cuatro hombres vestidos de azul se formaron a los lados del féretro. El sacerdote bajó del altar y empezó a caminar hacia la salida junto al cortejo fúnebre. Samuel siguió de pie, y desde su puesto en la segunda fila se despidió de ella. Dijo que prefería no ir al cementerio y, después de agradecer a unos y a otros, se marchó a su casa.
Allí se sentó a pensar y, pensando, como pasmado, dejó pasar los días. Luego volvió al trabajo, podó los pequeños árboles, sembró varios más y trotó los kilómetros de tres maratones. Cada noche encontraba en su contestador una llamada diferente: tías, tíos, amigos. Devolvió algunas.
Solo un día se sintió cansado para salir a correr y entonces todo el silencio cayó sobre él. Y sin más, hizo lo que no había hecho durante la enfermedad de su mujer: con la tarjeta en la mano marcó el número del médico. Este no se sorprendió y aceptó recibirlo en su casa.
En una hora Samuel estaba en la puerta del apartamento de Vélez, aterrado. El médico, que parecía haberlo estado esperando desde hacía tiempo, le abrió y lo invitó a sentarse en el sofá. A su lado, tan solo unos minutos después, Samuel se desplomó y empezó a llorar como el huérfano que era. El otro lo dejó derramarse hasta que recuperó algo de calma. Luego le hizo preguntas y habló de lo fría que estaba la noche, mientras servía dos tragos
de coñac. Samuel no abrió la boca. Vélez regresó al sofá con los vasos, pero en lugar de darle uno al huérfano, bebió un poco del suyo, puso ambos en la mesa de centro y, sin parsimonia, se acercó para besarlo. Samuel sintió los labios humedecidos por el licor, y ese instante lo llevó al instante, primero y único, en que Abel lo había besado. Entonces, pasó ante sus ojos la lejana imagen del adolescente que, después de haberse arrepentido demasiado tarde, encendió a golpes al primo hasta casi dejarlo inconsciente. También reaccionó en ese momento, pero sus manos no se cerraron como puños; en cambio, se abrieron como alas para aferrarse al médico Vélez, para que este sintiera su ardor creciendo en la entrepierna, para que le escribiera sobre la piel con su caligrafía perfecta, para beberse el olor de un cuerpo de hombre. Y se entregó a la pasión con ansiedad juvenil, con miedo y con alegría, con la tímida esperanza del buen amor, casi sin recordar quién había sido.
Los familiares y amigos no dejaron de llamar, preocupados por no saber cómo estaba, dispuestos a prestarle compañía o apoyo. No devolvió ninguna llamada nueva. En cambio, grabó un mensaje en el contestador: que les agradecía su preocupación, pero que Lucy le había dejado lo necesario para seguir adelante.
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